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Monday, October 31, 2005
Friday, October 28, 2005
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Tuesday, October 25, 2005
Pequeño tesoro
Cierta vez un niño pequeño, moreno y alegre, además de pobre. Vivia con su familia en un barrio marginal de cualquier lugar del mundo, no importa el nombre, de esos de diminutas casas apiñadas. El niño dedica su tiempo a escudriñar la chatarra, a buscar tesoros que nadie imaginaria encontrar en la basura. Pequeños destellos de vida en medio de la desolacion que representa ese cementerio de cosas muertas. Un día encuentra un balón todavía dispuesto a recibir muchas patadas, otro día encuentra una muñeca tuerta pero sonriente y otros días no encuentra nada, entonces el niño regresa a su casa serio y un poco triste.
Un día rebuscando entre objetos olvidados encontró una caja de música.
Era rectangular, de color negro. En la tapa, había dibujados unos pájaros que el jamás había visto. No se parecían en nada a los cuervos del vertedero.
El pequeño abrió la caja y una hermosa melodía comenzó a escucharse.
A la vez que levantaba la tapa, una pequeña bailarina se alzó ante sus ojos asombrados. Perfecta y delicada belleza plastificada que giraba y giraba al compás de la música.
El niño también movía la cabeza al son de la melodía, a un lado y a otro, mientras sonreía feliz.
De pronto se dio cuenta de que ya era tarde y de que tal vez le regañarían al llegar a su casa.
Cerró la caja, recogió lo poco que había encontrado y se perdió entre los escombros.
Al llegar a su cama se acurrucó en un rincón con la caja de música sobre sus rodillas.
Abrió la tapa y cerró los ojos escuchando esa hermosa melodía.
Todo lo que encontraba, los balones, las muñecas,... eran también de sus hermanos, pero la caja... No, decidió que sería sólo suya. La escondió entre el revoltijo de sus pocas cosas y se durmió.
Al día siguiente volvió al vertedero. Su pequeñez se perdía entre la grandiosidad de la basura amontonada.
Pero él no hacía caso del olor, ni de los graznidos de los cuervos, ni de los rugidos de su estómago. Sonreía y silbaba la alegre musiquilla de la negra caja de música.
Al ponerse el Sol regresó a su casa, sacó la caja del lugar donde la escondió y la abrió.
Pero ahora la música se hizo cada vez más lenta hasta que se apagó por completo.
El niño la examinó, la cerró, la volvió a abrir... hasta descubrir una pequeña clavija en la parte posterior. La giró varias veces pero con tanto nerviosismo que la clavija se rompió. Ya nunca más podría darla cuerda.
El niño quedó serio y pensativo. Si abría la tapa la música saldría y lo inundaría todo, pero nunca más podría volver a escucharla.
Toda la noche estuvo sin dormir mirando la silenciosa caja de música. Pensaba en la hermosa bailarina allí encerrada, jamás volvería a verla bailar, estaría tan triste como él.
El niño volvió al vertedero. Todo era sucio, triste y miserable, sin embargo, él sonreía. Bajo el brazo llevaba su caja de música, amanecía y una luz pálida y transparente iluminaba el cielo.
Puso la caja en el suelo y lentamente la abrió. La música comenzó a sonar, tal vez de manera más hermosa que otras veces. La bailarina giraba y giraba.
Todo lo llenaban las notas vibrantes que poco a poco se hacían más lentas, hasta que murieron para siempre.
El niño cerró la vacía caja, alzó la vista y clavó sus ojos en el horizonte.
Tan silencioso quedó todo como su triste corazón.
En el cielo, cientos de cuervos rompían la soledad de sus lágrimas, que en su mente danzaban al compás de la dulce melodía
Un día rebuscando entre objetos olvidados encontró una caja de música.
Era rectangular, de color negro. En la tapa, había dibujados unos pájaros que el jamás había visto. No se parecían en nada a los cuervos del vertedero.
El pequeño abrió la caja y una hermosa melodía comenzó a escucharse.
A la vez que levantaba la tapa, una pequeña bailarina se alzó ante sus ojos asombrados. Perfecta y delicada belleza plastificada que giraba y giraba al compás de la música.
El niño también movía la cabeza al son de la melodía, a un lado y a otro, mientras sonreía feliz.
De pronto se dio cuenta de que ya era tarde y de que tal vez le regañarían al llegar a su casa.
Cerró la caja, recogió lo poco que había encontrado y se perdió entre los escombros.
Al llegar a su cama se acurrucó en un rincón con la caja de música sobre sus rodillas.
Abrió la tapa y cerró los ojos escuchando esa hermosa melodía.
Todo lo que encontraba, los balones, las muñecas,... eran también de sus hermanos, pero la caja... No, decidió que sería sólo suya. La escondió entre el revoltijo de sus pocas cosas y se durmió.
Al día siguiente volvió al vertedero. Su pequeñez se perdía entre la grandiosidad de la basura amontonada.
Pero él no hacía caso del olor, ni de los graznidos de los cuervos, ni de los rugidos de su estómago. Sonreía y silbaba la alegre musiquilla de la negra caja de música.
Al ponerse el Sol regresó a su casa, sacó la caja del lugar donde la escondió y la abrió.
Pero ahora la música se hizo cada vez más lenta hasta que se apagó por completo.
El niño la examinó, la cerró, la volvió a abrir... hasta descubrir una pequeña clavija en la parte posterior. La giró varias veces pero con tanto nerviosismo que la clavija se rompió. Ya nunca más podría darla cuerda.
El niño quedó serio y pensativo. Si abría la tapa la música saldría y lo inundaría todo, pero nunca más podría volver a escucharla.
Toda la noche estuvo sin dormir mirando la silenciosa caja de música. Pensaba en la hermosa bailarina allí encerrada, jamás volvería a verla bailar, estaría tan triste como él.
El niño volvió al vertedero. Todo era sucio, triste y miserable, sin embargo, él sonreía. Bajo el brazo llevaba su caja de música, amanecía y una luz pálida y transparente iluminaba el cielo.
Puso la caja en el suelo y lentamente la abrió. La música comenzó a sonar, tal vez de manera más hermosa que otras veces. La bailarina giraba y giraba.
Todo lo llenaban las notas vibrantes que poco a poco se hacían más lentas, hasta que murieron para siempre.
El niño cerró la vacía caja, alzó la vista y clavó sus ojos en el horizonte.
Tan silencioso quedó todo como su triste corazón.
En el cielo, cientos de cuervos rompían la soledad de sus lágrimas, que en su mente danzaban al compás de la dulce melodía
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