Desde hace ya varios años, comentan que elevado sobre un campo estéril de piedras en forma de losas, un presidio se hace eco de la espera que hace un reo de su muerte. Nada de peculiar tiene este acontecimiento, salvo lo caprichosos que pueden llegar a ser en ocasiones los sentimientos.
El interno número 8.343 es un hombre joven, con apenas cuarenta años, de aspecto desaliñado y pelo completamente blanco, quizás debido a la angustiosa cita que tiene pendiente con una dama, una dama negra que arrancará con su voltaje su último aliento de vida. Sus ojos son tristes, tristes como el paisaje que se divisaba a través de los barrotes de acero de su celda. En su mano derecha sostiene un lápiz sucio y gastado por el continuo roce con las hojas.
En el pabellón de los reos, la jornada comienza a las siete y cuarto de la mañana, cuando una anciano funcionario de prisiones camina despertando uno por uno a todos condenados. Estos varían en número dependiendo de a cuántos de ellos el juez de instrucción haya decretado la ejecución de la pena capital en el día anterior. Mísera y breve es la vida en el pabellón de los condenados.
Hoy el anciano funcionario de prisiones no viene sólo, cerca ya su jubilación, le acompañía un joven heredero de su profesión, al que hace tesorero de los últimos y más mínimos detalles de su recién adquirida ocupación. Poco antes de llegar a la celda del interno mencionado, el anciano se detiene dirigiendo la mirada a su novel compañero.
-¿Ves esta celda vacía? -le pregunta retórica mente, dirigiendo el dedo índice sobre el frío metal de la puerta. El joven afirma vigorosamente, tembloroso, abriendo las pupilas como queriendo engullir con ellas la oscuridad de la celda.
-Aquí -continuó el anciano -no debes golpear estrepitosamente con la porra, como haces con los demás presos para despertarles, límite a llamar suavemente dos veces y espera.
Así lo hizo y al realizar el segundo tope observó cómo se deslizaba una carta por debajo de la puerta, la cogió y se la dio a quien hacía ahora de su maestro.
-¿Qué significa esto? -le interpelado al joven.
El anciano le hizo un gesto con la cabeza indicando que continuarán con el recorrido. Al llegar al final del pasillo junto a unas celdas vacías, le miró a los ojos.
-Me trasladaron a esta penitenciaría como funcionario hace un año y medio, cuando me instruyeron yo pregunté lo mismo, y no me dieron más respuesta que seguir las mismas instrucciones que yo te he dado. Ahora a punto de jubilarme, debo reconocer que intrigado leí algunas cartas y discretamente investigue su paradero. Según cuentan, el hombre que habita este calabozo fue condenado a muerte años atrás, la serie de hechos que rodeaban el juicio, así como lo complicado del mismo, hicieron que el pleito sé alargara más de lo habitual, sucesivas vistas y aplazamientos, hicieron que despertara en el corazón del entonces acusado, un profundo sentimiento de amor encarnado en la toga sumarial que lucía en lo alto del estrado, la juez que instruye el caso, su verdugo. Curiosa gentileza del destino la de conceder a un hombre tan macabra desdicha. Desde entonces y desde que ingresó en prisión, escribe una carta cada día, una carta de amor diaria que lejos de pedir clemencia por su vida, las llena de poesía y sentimientos profundos hacia su verdugo.
El joven funcionario escuchaba atónito el amargo relato que el anciano contaba con tristeza.
-¿Por qué no dejar las cartas en su celda? -interpeló el muchacho, con una opresión en su cuello que le dejaba apenas sin aliento. -Cesar en su recogida diaria, son cartas huérfanas, sin respuesta, conozco el reglamento y esta terminantemente prohibido el correo en el pabellón de los condenados, este hombre vive un amor imposible.
El anciano miraba con asombro a su compañero.
-¿Acaso quieres tú adelantar su pena de muerte? -preguntó al joven.
-¿Adelantar yo?... Usted no lo entiende, este pobre desdichado sufre un amor no correspondido y del todo desquiciado, escribe cientos de cartas y ni siquiera tiene una respuesta.
Esta vez el anciano respondió con tranquilidad, una triste sonrisa suavizó sus rasgos cargados de profundas arrugas.
-¿Sin respuesta, dices? Si consultas los archivos de esta penitenciaría hallarás la respuesta. De todos los hombres que han pasado por este pabellón, esta antesala de la muerte, no encontrarás uno solo que haya permanecido más de una semana. Y es él, el único condenado que permanece a la espera de la ejecución de su pena por más de cuatro años.-Sus manos desgastadas y temblorosas desplegaron la carta, con apenas un susurro de voz leyó:
Tengo tiempo sin tenerlo en mi soledad acompañada, soy libre, si libre porque siento, jamás nadie podrá apresar un sentimiento, lo digo bien alto porque es todo cuanto tengo. Quiero decirte que para mi no existe mayor condena que no poder tenerte, pero hoy me he dado cuenta de mi ciego egoísmo y quiero que sepas, amor mío, qué me conformo con sentirte.
Saturday, June 11, 2005
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